Hipócrates sacó la medicina del ámbito de la superstición y la llevó a la luz de la prueba y la observación. Pero nunca perdió de vista la humanidad del paciente: «Es mucho más importante saber qué tipo de persona tiene la enfermedad que qué enfermedad tiene la persona».
Cuando era joven, el periodista Sebastian Junger viajó por Estados Unidos y escribió sobre sus experiencias. Un día, en la década de 1980, entró en un baño en los Cayos de Florida y encontró en las paredes unos grafitis llenos de odio. La mayoría eran contra los inmigrantes cubanos. Pero un mensaje, aparentemente escrito por un cubano, se destacaba y decía: «Gracias a Dios, el resto de las personas en este país son cálidas y afectuosas, y me dieron la bienvenida en el 62». Junger señaló: «En esas paredes estaban las peores cosas de Estados Unidos, y también las mejores».
Comenzaba el invierno de 1941. El servicio dominical acababa de concluir. Mientras su padre se quedaba en la pequeña iglesia, mi papá y sus hermanos caminaron hasta su casa. Cuando el padre subió la colina nevada hasta la granja, iba llorando: Pearl Harbor había sido bombardeado. Sus hijos, incluido mi padre, irían a la guerra. Mi papá siempre recordaba ese momento con vívido detalle.
Carlos había caído en depresión. A pesar de tener una familia amorosa, se sentía completamente solo. «La abrumadora presión de mantenerla seguía aumentando —dijo—, y quería quitarme la vida». Sorprendentemente, o tal vez no, Carlos Morris también dirigía un ministerio cristiano.
En una entrada de su blog, Bronnie Ware relata los remordimientos que escuchó como enfermera de pacientes terminales. Entre ellos: «Ojalá no hubiera trabajado tanto» y «Ojalá hubiera seguido en contacto con mis amigos». Quizá lo más intrigante: «Ojalá me hubiera permitido ser más feliz».
En la novela clásica de Charles Dickens, Oliver Twist, el enfermizo Oliver nace en un hospicio famoso por explotar a los pobres. Huérfano desde su nacimiento, el niño finalmente huye debido al trato abusivo. Tras una asombrosa serie de «giros», descubre que es heredero de una considerable fortuna. Dickens, a quien le encantaban los finales felices, se aseguró de que todos los que habían dañado a Oliver fueran juzgados o se arrepintieran. Sus opresores obtuvieron lo que merecían mientras que él heredó la tierra. Si tan solo la vida tuviera finales buenos como los de una novela de Dickens.
«En la vida, a veces vemos cosas que no podemos no ver», dijo Alexander McLean a un entrevistador. A los 18 años, había ido a Uganda a ayudar en cárceles y hospicios. Fue allí que vio algo que no pudo no ver: un hombre desamparado tirado junto a un retrete. McLean lo cuidó durante cinco días, pero el hombre murió.
Eran tres adolescentes desbordantes de adrenalina, desatados en el inmenso sistema subterráneo hacia la cueva Mammoth. Su tío Frank, experto en cuevas y familiarizado con esos lugares, iba con ellos. Como conocía los peligros, les decía continuamente: «¡Muchachos, por aquí!». Pero ellos se alejaban cada vez más.
La situación parecía perdida para Jem, la hija de Amy y Alan. Nacida con trisomía 18, se esperaba que muriera pocos días o semanas después. «No tiene sentido tratarla», dijo fríamente el médico. Pero la madre respondió: «Tengo sueños más grandes para ella». Llevaron a Jem a casa y la amaron. Y oraron.
La sobresaliente escultura de Sabin Howard, El viaje de un soldado, respira vitalidad y angustia: 38 imágenes de bronce se inclinan hacia adelante en un bajorrelieve que describe la vida de un soldado de la Primera Guerra Mundial. Comienza con una conmovedora despedida de la familia y pasa a los horrores de la batalla. Al final, la escultura vuelve a casa, donde la hija del veterano mira dentro de su casco dado vuelta… solo para prever la Segunda Guerra Mundial.